martes, 28 de abril de 2015

CUENTO POR ENTREGAS… Parte 6 de 9


Llegamos a la SEXTA PARTE de nuestro "cuento por entregas", junto al heroico Ikur.
Un amigo muy querido, Miguel Ángel, me dijo que el seis era algo así como el número de la vida. Y no me sorprende cuando releo este capítulo.
Y hoy, ¿qué escribiría al respecto?... Hoy sería un monstruo más hermoso en una fealdad mucho más grande; el choque de opuestos se revestiría de amor, como un fauno celestial.
Pero... por supuesto, éste es "aquel cuento", el que nació bajo la influencia de High Hopes de Pink Floyd y El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung
Hoy, los invito a mirar las tan denostadas superficies de las cosas para admirar, allí mismo, su inmensa profundidad.

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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE


(por: Teresa P. Mira de Echeverría)


[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]


6: El monstruo de las franjas amarillas y negras

Finalmente, Ikur y el hombre de la rueda gigante —con quién verdaderamente se había hecho amigo—, salieron del desierto y llegaron a las ruinas de un viejo castillo.
A la noche encendieron un fuego y se sentaron a contar historias. El hombre de la rueda se sabía muchas porque había viajado mucho y había aprendido mucho de lo que había visto.
Cuando fue muy de noche ya, ambos se saludaron y se acurrucaron en sendos rincones para dormir.
Ikur se quedó mirando al hombre y pensó que por fin había hallado alguien con quien compartir el camino: un amigo, un hombre bueno y sensato… salvo, claro está, por lo de la rueda.
“Es un buen hombre”, pensó Ikur, “¡lástima la rueda!”
La luz de la mañana se filtró por entre los pinos, también el olor a resina, el frío y la bruma que se disipaba.
Ikur bostezó y pensó en qué grato era despertar con un amigo a quien saludar.
"Abeja reina" - Mark Ryden
El hombre de la rueda gigante también despertó y enseguida partió a recoger bayas para el desayuno. Sin darse cuenta, se había olvidado por primera vez de su rueda.
Cuando estuvieron listos, Ikur y el hombre con su gran rueda salieron de las ruinas y se internaron en el bosque. Un bosque tan bello y suave como el de los mejores cuentos de hadas.
Hablaban de la amistad y de cosas profundas e importantes, tales como la dirección del viento y el tono exacto del verde de algún pino; sobre si los rayos de sol eran amarillos o dorados, si la risa era bella o agradable, si los pájaros nunca se cansan o si aprenden a cantar. De todas esas cosas profundas y hermosas hablaron muchas horas y, al hablar, el hombre olvidaba que llevaba su inútil rueda, e Ikur no recordaba que buscaba algo sin saber qué era.
En medio de estas maravillosas cavilaciones estaban ambos cuando, por entre los pinos, muy arriba, surgió un monstruo de franjas amarillas y negras que tenía enormes alas de ámbar, translúcidas y enervadas con venas de oro. Era feo y amenazador.
Bajó muy rápido y se posó frente a ellos mirándolos de frente y sin siquiera zumbar. Su rostro era tan horrendo que no era miedo lo que sintieron al verlo, sino asco y repulsión.
Pero Ikur inmediatamente percibió un sentimiento contradictorio: ternura.
Ikur no sabía por qué, pero se dejó guiar por la intuición (porque la intuición es el primer paso del conocimiento, la inteligencia de nuestros ancestros hecha carne en nuestros genes y hecha vida en nuestros sentimientos y pensamientos).
Ikur oyó su intuición y le tendió una mano al terrible monstruo de las franjas negras y amarillas. El monstruo entrecerró los ojos y esbozó algo muy similar a una sonrisa, mientras decía:
Para algunos sólo la ternura puede ser su salvación.
Ikur y el hombre de la rueda gigante se quedaron mirando con ojos de niños el espacio vacío que el monstruo había dejado al alzar nuevamente el vuelo con sus grandes y translúcidas alas de ámbar con nervaduras de oro. Y pensaron al unísono, en silencio, que de amarillo y negro todos tenemos un rincón monstruosamente necesitado de nuestro corazón.


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