martes, 24 de noviembre de 2015

Cuento-regalo (agradecimiento): "El monstruo de la pared"


 Hace muy pocos días cumplí años y quería hacerles un regalo a todos los que "me siguen" (o, mejor, dicho: asombrosamente les gusta lo que hago, y encima me apoyan).
 Tanta gente fue TAN GENEROSA conmigo, y de tantas maneras diferentes, que me movieron el piso. Me di cuenta de lo que quiero y a quienes quiero. Amigos de años, amigos recientes... ¡Y también pude ver cuanta gente hay allí afuera leyéndome!
 De modo que, como había escrito este pequeño cuento hace unos meses (basándome en dos imágenes fabulosas) como un ensayo efectuado dentro de nuestro taller de escritura de CF ("Los clanes de la Luna Dickeana"), trabajando sobre la posibilidad de realizar una antología NEW WEIRD; hoy decidí compartirlo con todos ustedes, como mi más auténtica y humilde forma de agradecimiento: la que mejor sé hacer... una historia.
 Ojalá les guste.


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EL MONSTRUO DE LA PARED

Teresa P. Mira de Echeverría

  
El viento arrastraba las pocas hojas sueltas que quedaban del pasado otoño, junto con una enorme cantidad de papeles y basura. Los deshechos jugaban entre sí, retándose a una carrera como niños harapientos pertenecientes a alguna especie desconocida. Incluso en el rumor que provocaban sobre el pavimento de las avenidas y en la grava suelta de los callejones, había un lenguaje simple y maravilloso.

Faith47 (Street Art... en Túnez)
Algunos pájaros trinaban en sus jaulas, muy arriba. Retazos de naturaleza fuera de temporada. Sonidos que se asomaban a las ventanas de los patios internos, lejos de los estecos hambrientos que reptaban entre las alcantarillas y alzaban sus ojos anaranjados hacia aquel manjar prohibido que cantaba su eterna imposibilidad.
Cuando la muchacha terminó el grafiti, metió apresuradamente las latas de pintura en aerosol en la gastada mochila: blanco, negro, gris, siena... no más que eso. Luego apoyó la palma de la mano izquierda sobre la pintura fresca, como una firma, una mancha en la grupa del pegaso-unicornio: la marca de pertenencia.
El caballo galopaba con la cabeza baja. Las alas inmaculadamente blancas extendidas por entre los ventanucos de un edificio múltiple. El cuerno hacia adelante, desafiando a los transeúntes, teñido con el pigmento azafranado que tiznaba la pared de adobe: los negros y grises del aerosol que habían licuado el fondo, que ahora caía como una gota de oro rojizo a lo largo del estilete córneo, para luego deslizarse, pared abajo, como si el animal fabuloso hubiera hendido y lastimando el tejido viviente de la realidad mientras trataba de salir a ella.
La muchacha le echó un último vistazo sobre el hombro antes de abandonar el pasaje. Pronto alguien lo mancharía, orinaría o escribiría sobre él, o simplemente lo blanquearían a la cal. Pero para ella había valido la pena darle vida. Le guiñó un ojo y con una sonrisa auténtica pero cansada, dio vuelta la esquina. De golpe, como si esas ideas no fueran suyas, como si alguien se las inspirase… o inoculase, ya había en su mente otra criatura por nacer y otra pared esperándola.
El tordillo blanco y gris, de crines negras, alas blancas y cuerno de ónix, pareció temblar al verla irse, o tal vez era a causa del frío de la tarde. La gota rojo-azafrán caía más y más desde la parte media del cuerno, y ya casi estaba tocando el piso.
David apareció por el otro extremo del callejón y dio unos pasos hacia él. Hacía meses que seguía a la muchacha (Esperanza, tal como se había rebautizado a sí misma), deteniéndose a revisar todas y cada una de sus obras. Sabía que la chica pronto lo conseguiría, pero nunca había creído que fuese a suceder tan pronto.
David Palumbo (Equoid)
El hombre de impecable gabardina de lana negra y botas cortas de charol, se acercó al grafiti. Apoyó su mano sobre la huella que había estampado Esperanza, y envolvió su contorno con el suyo. Y el suyo quemaba. El caballo corcoveó tan débilmente que podría haberse dicho que aquello no era más que una ilusión óptica provocada por la fluctuante luz amarillenta de los faroles al encenderse.
Pero las hojas y la basura hacía rato que habían huido de allí, y los pájaros estaban mudos en las alturas.
Cuando el unicornio al fin rasgó del todo la trama de la realidad, la cosa que emergió era oscura y viscosa, de ojos luminosos y crines como barbas semovientes negro-amarronadas. Las alas parecían un racimo de tentáculos que pronto rodearon a David, mientras el ejemplar daba vueltas a su alrededor, lejos de la prisión/cuna de la pared.
 Los ojos, de un amarillo casi blanco, eran pequeñas y vacías luces de locomotora. David le sonrió y le susurró en las carcomidas orejas, a medio camino entre un constructo mecánico y una aberración biológica: “Tranquilo, muchacho; tú y yo siempre hemos sabido que todo depende del punto de vista, ¿no es así?”


 Teresa P. Mira de Echeverría



 #################¡GRACIAS, AMIGOS! #################