Ikur llega hoy a la OCTAVA PARTE de nueve, de este "cuento por entregas".
Cerca del final de su recorrido, las transformaciones deberán ser drásticas a riesgo de truncar su viaje heroico. Pero los símbolos se volverán un poco más elocuentes, también.
¿Cómo narraría hoy la historia de Ikur?... Posiblemente su Sombra no sería tan pacífica, sino una entidad más brutal, descarnada, titánica; tal vez un enorme y monstruoso ser leviatánico que nadara entre estrellas, y con el cual luchar, medir fuerzas y, finalmente, hacer las paces.
El Ánima también sabría nadar entre soles, pero tendría un aspecto y personalidad un tanto más ambiguas... ¿hermafrodita, tal vez?
Pero las pinturas, definitivamente, seguirían estando allí; y el vuelo final no podría ser más majestuoso.
Así que volvamos a "aquel cuento", mientras escuchamos High Hopes de Pink Floyd de fondo (y le vamos sacando nuevas resonancias, así como obtenemos nuevas lecturas de El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung).
Adelante, entonces, con el ante último capítulo de esta historia de Ikur.
Adelante, entonces, con el ante último capítulo de esta historia de Ikur.
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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE
(por: Teresa P. Mira de Echeverría)
[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]
8: El ánima.
Tal
como el paisaje, Ikur —hundido en su desesperación—, fue cubierto por el blanco
manto níveo; hasta que, desde el suelo, su sombra se levantó.
Ikur
siguió a su sombra por varios kilómetros, hasta que cruzó el límite entre la
nieve y el sol.
Una
vez transpuesto el borde, la sombra desapareció.
La
sombra le había hecho cuestionarse a Ikur lo que en verdad era él. Tenía una
parte de su ser oscura, una parte que no necesariamente era mala, sino algo que
sólo era “otra parte”.
Pero
cuando la sombra desapareció, otra figura ocupó su lugar: la vaporosa mujer que
lo guiaba había regresado.
Caminó
silenciosa, muda, frente a él. Y nuevamente comenzó la peregrinación.
Un
nuevo borde apareció adelante. Un nuevo límite. Otra frontera.
La
damisela se detuvo frente al precipicio de un gran cañón montañoso. Y,
señalando el vacío oscuro y lleno de abigarrados nubarrones que se constituía
frente a ellos —mientras era bañada por un viento fuerte que hacía ondular su
vestido ocre orlado de perlas—, exclamó sin hablar: “Terra incognita”. Y desapareció.
Ikur
caminó a lo largo del acantilado: el vacío a su derecha, una inexpugnable pared
rocosa a su izquierda.
Finalmente
halló una cueva y se introdujo en ella. Encontró una tea encendida y la tomó. Y,
mientras avanzaba, vio pintados sobre las paredes de la cueva, todos los
eventos de su vida en tonos rojos y negros. Eran dibujos simples, esquemáticos,
pero sublimes; y era como si tuviesen milenios. Como si existieran desde antes
que la piedra misma que los soportaba... Como si su forma fuera previa a su
materia...
Allí
estaba él con las cadenas en medio de un grupo de toros...
Allí,
el cangrejo rojo se deslizaba por entre las patas de un mamut...
Más
allá, el hombre de la rueda gigante yacía en la nieve, bajo un bosque de
jirafas...
La
gente de las grandes ilusiones, el monstruo de franjas negras y amarillas, y la
sombra se alzaban juntos, más acá, muy cerca de dos hermosos caballos rojos.
Y, en medio del conjunto rupestre, el roble en el mar amarillo dejaba que un tótem
asomase por entre su copa.
"Hombre con alas alza el vuelo" - Frank Frazetta |
Reescribir
su memoria era como volver a vivirla. Le daba sentido al pasado. Lo volvía
presente.
Ikur
comprendió que era hora de avanzar por primera vez en sentido no lineal, fuera
del plano de su vida, hacia el eje de la altura de su lo-que-sea-que-lo-llamaba-desde-dentro
(digámosle: alma).
Giró
sobre sus pies, llegó al borde de la cueva, y enfrentó el precipicio apoyando
su espalda contra la pared de sus recuerdos. Entonces dio un paso en el vacío.
Mientras
caía, entendió que no debía luchar, ni resistirse; y que así como el árbol
desarrollaba sus raíces naturalmente y sin luchar, él debería desarrollar las
suyas en paz.
Ikur
cerró entonces sus ojos y sintió cómo, desde su espalda, surgían raíces que se
entrelazaban en dos grandes grupos. Y entre las raíces creció una membrana
esmerilada, blanca como el cotiledón translúcido de una semilla; y las raíces
formaron finalmente dos grandes alas.
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