Ya extrañábamos a Ikur, y aquí está SÉPTIMA PARTE de nuestro "cuento por entregas".
Hoy el relato es largo y pasan muchas cosas. Tal vez demasiadas para que nuestro héroe pueda con ellas. Pero así son los trabajos heroicos: múltiples, difíciles, pero necesarios.
¿Cómo lo reescribiría hoy?... El ánima sería distinta y el anciano hablaría. Quizás el cangrejo sería menos "a lo Lewis Carroll"... pero, sin lugar a dudas todo lo sucedido volvería a suceder. ¡Y sí, probablemente en un planeta extraño o en un futuro distante... o en el interior de un paisaje urbano demencial!
Pero... ¡exacto!: éste es "aquel cuento", el de High Hopes de Pink Floyd y el de El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung (que en esta ocasión, está más presente que nunca).
Adentrémonos, pues, en las muchas vicisitudes que hoy le esperan a Ikur.
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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE
(por: Teresa P. Mira de Echeverría)
[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]
7: La gran playa solitaria.
Ikur
todavía buscaba quién era él. Y el hombre de la rueda gigante lo acompañaba
mientras él mismo buscaba el resto de su monstruosa bicicleta. Y las dos
búsquedas parecían inútiles.
Cuando
hubo pasado un buen tiempo desde que entrasen al bosque de los ensueños
maravillosos —luego de haber hablado de todo lo bueno y bello de la vida, y de haberse
extasiado de tanta magnificencia—, un temblor sacudió la tierra.
El
breve terremoto, inspirado por el segundo artículo de la Ley del Tiempo, se tragó el bosque entero con un estruendo
descomunal. Tan sólo quedó una grieta, como una terrible cicatriz que hacía
doler los ojos al verla.
"Dos jóvenes en la playa a la salida de la Luna" - Caspar David Friedrich |
Tras
las rocas azules, se extendía la playa blanca bañada por las aguas de un
inconmensurable mar amarillo.
La
playa rezumaba soledad bajo el plomizo cielo.
Ikur
y el hombre de la rueda gigante, casi sin quererlo, como impulsados por la
fuerza misma de la playa, separaron sus caminos y siguieron senderos
divergentes.
Ikur,
sin embargo, a poco de caminar se sentó sobre la arena para preguntarse a sí
mismo quién era él: él que no era otra
cosa y que, sin embargo, era; pero que, finalmente, podía no-ser...
El
pensamiento en la contingencia de su existir lo llenó de congoja.
—¿Por qué lloras? —le preguntó un
pequeño cangrejo rojo que estaba a su lado.
Ikur
bajó la vista nublada y lo miró, el coralino fulgor del animalito lo contagió
de alguna clase de alegría del color. Pero eso no bastó para que dejase de
llorar.
Ikur,
respondió:
—Lloro porque soy
y puedo no ser, porque podría no haber sido nunca, y porque nunca seré. Lloro
porque voy a no ser.
El
cangrejo ajustó sus redonditos lentes blancos, carraspeó y no pudo ocultar una
comprensiva risita. Luego con tono amable, respondió:
—Aún no has
vivido, hijo, lo que debes vivir; eso es obvio —rió
un poco—. Quiero decir,
hemm, que aún ni siquiera has empezado a vivir. Hemm... Tú, yo, la playa y
hasta el cielo pueden no ser, pero son. El problema es, ¿por qué? ¿Por qué son,
si pudieron no ser? Hemm... los hemm... los hombres que visitaron estas playas
respondieron muchas respuestas. Ellos dijeron muchas palabras y sintieron
muchos sentidos... hemm... pero sólo uno, hemm... en sólo uno creo yo... Somos
porque alguien quiere que seamos.
—¿Quién? —preguntó Ikur.
—¡Ah!, eso aún lo
busco. Pero me dijiste otros problemas... hemm... Dijiste que vas a no ser, y
esa, hemm, esa es una gran verdad. Pero si pasas la vida pensando en que vas a
no ser, ya no eres; dejas que la vida pase de largo. Después de todo, la vida
se vive gastándola, no atesorándola. ¡Y mira que lo único que debes hacer es
estirar la pinza para tomarla y ser feliz!
—¿Y luego, qué?
—Luego, hemm...
luego, siempre hay luego ¡Siempre!
El
pequeño cangrejo rojo se fue caminando hacia un costado, rápido, mientras
saludaba muy cortésmente a Ikur.
Ikur
se quedó pensando en la reflexión que el cangrejo había hecho.
La
vida era, y eso es lo que importaba. No importaba si podía no haber sido, más
bien debía estar agradecido de haber sido elegido para existir, cuando tantas
posibilidades indicaban que no debía ser.
Él
era casi un milagro. Había quebrado la ley de la probabilidad: siendo más
probable que no fuese, sin embargo, era.
"Mujer frente al amanecer" - Caspar David Friedrich |
Así
que más que nunca debía saber con qué propósito había sido colocado en este
mundo.
Estaba
perdido en estos pensamientos cuando una bella visión lo hizo estremecer:
Una
mujer vestida de vaporosa ropa color ocre, pálida y de cabellos negros,
caminaba lánguida y casi en el aire por el borde exacto que dividía el agua de
la arena.
Ikur
se sintió impelido a seguirla. Ella lo miró con suaves ojos color aguamarina y
continuó su camino.
Parecía
un alma, un ánima, no un ser humano (sobre todo porque, efectivamente, no lo
era).
La
exigua procesión siguió el borde de la playa hasta que descubrió un árbol, un
roble en medio del agua, sobre una pequeñísima isla. El ánima caminó sobre un
puente de niebla que unía la playa con la ínsula.
Ikur
dudó, pero finalmente cruzó él también por el puente gaseoso.
El
roble se alzaba gigante y poderoso, sus amargos frutos estaban esparcidos por
el piso formando una dura alfombra. Ikur quedó admirado de lo poderoso y
portentoso que lucía aquel árbol: ese roble había cumplido su destino...
El
ánima habló con dulce y apagada voz, sin siquiera mover sus labios. La voz
parecía provenir no de ella sino del pecho del mismo Ikur. La voz decía:
—No importa lo
que otros quieren que seas, o lo que tú pretendes ser; necesitas entender lo eres. Necesitas ser un árbol que realiza
su sentido siendo un árbol. Pero, a diferencia del árbol, tú debes querer hacerlo. Debes vencer los
escollos, las piedras, el viento, el mal suelo, las sequías, la sal del mar que
te rodea. Y debes hacerlo sin esperarlos, sino a medida que surjan. Como el
árbol, nuestro propio y verdadero ser está destinado a crecer y ser útil. Pero
no ser útil como banco, o barco, o madera de apoyo, sino como árbol que da
belleza, que da sombra, que da abrigo; y sobre todo, que es. Ser, Ikur, es la más grande de las hazañas. Pero encontrar
nuestro destino, es el milagro indispensable para ser.
El
ánima se vaporizó en millones de micrónicas gotitas perladas que flotaron en el
aire por un breve lapso y se posaron sobre Ikur como un rocío fresco de
respuestas.
Ikur
quedó quieto y anonadado, era tan simple y complejo lo que ahora sabía que le
parecía imposible ponerlo en práctica.
Se
sentó bajo el roble y apoyó la cabeza contra su tronco áspero y fuerte, y se
durmió con el aroma de la madera viva en su nariz y su mente, y sobre todo en
su corazón.
Finalmente
lo despertó un fuerte olor a incienso.
Ikur
miró a su alrededor, ahora se hallaba sobre una colina muy elevada. Hasta donde
la vista podía abarcar, se extendía a su alrededor un mar de hierba dorada.
Sobre el círculo de tierra desnuda en donde se hallaba, había un tótem grande
tallado con la cabeza de varios animales.
A
un costado del tótem había un hombre y, junto a él, un pequeño fuego. Era un
anciano de cabellera larga formada por plumas negras en lugar de pelo, y que
portaba una piel de lobo gris sobre los hombros. En anciano cantaba a media voz
cantos rituales.
El
hombre del tótem, el anciano, no lo vio ni le habló, simplemente lo ignoró.
Ikur
estaba muy sorprendido y meditaba sobre esta visión cuando comenzó a nevar.
La
nieve lo cubrió todo y se transformó en hielo.
"Dolmen en la nieve" - Caspar David Friedrich |
Decidió
que nada podía hacer allí y se fue caminando.
Caminó
mucho, mucho tiempo por ese desierto blanco hasta que halló una huella: una
línea en la nieve y un par de pies al lado.
Ikur
siguió el rastro, se sentía como un lobo a la caza de su presa. Pensó en sí
mismo como en un lobo y sobrevivió en aquella estepa helada muchos, muchos
días.
Finalmente,
Ikur encontró la causa de aquellas huellas: el hombre de la rueda gigante, su
amigo, yacía junto a la rueda, exánime.
Ikur
no pudo llorar aunque quiso, pero la pena que lo embargaba se transformó en
lastimero aullido.
El
hombre de la rueda gigante, su amigo, se había ido, ya no era, y había perdido
todo su tiempo de ser junto a una estúpida rueda gigante.
Pronto
la nieve se depositó sobre él, y el hombre de la rueda gigante y la rueda
inservible fueron cubiertos por un piadoso manto de hielo.
Ikur
sintió de cerca lo que era no ser, y lo que era ser, y una mezcla de miedo y
rebeldía creció en su pecho.
Miró
a su alrededor y no pudo ver más que ruinas cubiertas de nieve. Entonces se
sintió perdido.
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