Y esta es la TERCERA PARTE del "cuento por entregas"que narra las aventuras de Ikur.
Tal vez no sean "aventuras" en el sentido más canónico de la palabra —aunque, a su modo, tiene bastante que ver con el viaje del héroe (recién había conocido la obra de Joseph Campbell en ese entonces)—, pero creo que el eje pasa más por lo onírico-simbólico.
¿Qué pasaría con éste nuevo capítulo si lo reescribiese hoy?... posiblemente trataría de algún exótico artesano que intentase recrear el infinito del universo dentro del una botella y su denodada lucha por ponerle el tapón...
Claro que éste es "aquel cuento", así que seguiremos escuchando High Hopes de Pink Floyd y releyendo El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung, para poder sumergirnos en él.
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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE
(por: Teresa P. Mira de Echeverría)
[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]
3:
El status
quo.
Ikur
tenía la sensación... esa sensación, esa:
la de estar inmóvil.
Lo notable era que
luego de miles de años siguiera siendo para él sólo eso: una
sensación. Y es que Ikur realmente estaba inmóvil.
Pero Ikur había
aprendido; ya no dejaría que las cosas fueran para él sólo eso:
sensaciones.
Inalterada por los
siglos la ciudad se erguía en su perpetua perfección inamovible.
Ikur había nombrado todas las cosas y al fin había llegado a un
lugar donde todo era perfecto. Así que se sintió cómodo y no halló
razón para alejarse de allí, de modo que se sentó.
Cómodo y sin
razones, Ikur se fue convirtiendo poco a poco en un hombre de piedra
totalmente incoloro y totalmente inmóvil, más inmóvil que nunca.
Él sabía que
podría moverse con facilidad si así lo quisiese, pero no encontraba
razones para quererlo.
Cómodo, inmóvil,
incoloro y sin razones; así permaneció Ikur por mucho, mucho
tiempo.
Sus luchas estaban
premiadas; después de todo, ¿no era la perfección el final del
camino?
Así, para Ikur la
perfección era cómoda, inmóvil, incolora y sin razones...
Hasta que un día
sintió que la perfección y el no-ser eran muy próximos, y tuvo
miedo. Y el miedo rompió la perfección.
Comenzó a caminar
nuevamente y, viendo que todo tenía un orden, buscó al rey de
aquella ciudad perfecta.
"El placer del poeta" - Giorgio De Chirico |
Tras mucho, mucho
tiempo, encontró un gran palacio con frontón griego. Las columnas
sostenían el frontispicio triangular donde los Titanes de los
Engranajes y los Dioses de los Chips peleaban entre sí en ardua y
compleja lucha.
Ikur entró con la
reverencia y el respeto de quien penetra en un sitio sagrado; aunque
no podía sentir el sabor de lo sagrado, sólo podía saberlo.
Ikur sabía pero no
sentía, y esa era la raíz de su insatisfacción.
En el centro de un
salón circular blanco, en un trono circular blanco, sosteniendo una
perfecta esfera blanca, se hallaba el rey de la ciudad perfecta. A su
alrededor, miles de seguidores suyos apilaban cajas sobre cajas para,
finalmente, sacar la que se hallaba en la base. Cuando la pila se
derrumbaba, ellos volvían a emprender la tarea en medio de
felicitaciones mutuas.
Ikur preguntó:
—¿Por
qué se felicitan al derrumbar lo que ustedes mismos construyeron?
Todos se volvieron y
lo miraron con una mezcla de lástima y desprecio: ¡Pobre ignorante
mortal! ¡Digno de lástima y desprecio!
Uno de ellos
condescendió a responderle con voz grave de sabiduría: esa voz
grave que parece sabia sólo porque es grave (Ikur aún no sabía que
la voz de la sabiduría es dulce y humilde, y que no habla sus
verdades sino que las canta en dulces y humildes canciones que
parecen pequeñas porque son “simples”, aunque jamás sencillas).
Así que el hombre
respondió con voz grave:
—Cada
vez que alguien cambia la base, el mundo se estremece. Y cada vez que
el mundo se estremece, el hombre avanza y la torre de cajas se eleva
más y más.
Ikur vio que la pila
no crecía sino que siempre medía lo mismo, sólo que con distinta
forma. Pero como Ikur había creído que era pobre e ignorante,
aceptó.
Sin embargo la
verdad —que lucía en su mente como una espada afilada— rasgó el
velo de su pensamiento e Ikur sintió en el acelerado latir de su
corazón que debía preguntar una vez más una nueva pregunta:
—Y
cuando las pilas crezcan y la torre se complete, ¿qué sucederá?
Las miradas de
lástima se dirigieron una vez más hacia él y luego de unos minutos
alguien respondió con voz aún más grave todavía:
—¡Entonces,
lo sabremos todo y seremos perfectos!
Ikur estaba
confundido, el camino que los hombres perfectos habían elegido para
ser perfectos era inútil porque jamás avanzaba.
Decidió, pues, Ikur
que debía hallar otra respuesta, y caminó hacia el trono blanco
donde estaba el rey.
"Misterio y melancolía de una calle" - Giorgio De Chirico |
—¿Es
usted el rey? —porque, en realidad, no estaba seguro.
—Yo
soy el que todo lo responde. ¿Ves esta esfera blanca y perfecta? Así
es el mundo. Si entiendes esta esfera blanca y perfecta, entiendes el
mundo.
Ikur
miró la esfera. Sólo era blanca y perfecta. Allí no había
árboles, ni ríos, ni risas, ni canciones; y lo peor de todo era que
allí no había hombres.
Pero como Ikur creía
que él era pobre e ignorante, asintió ante lo que el rey decía y
volvió a preguntar:
—¿Qué
sucederá cuando haya entendido el mundo?
El rey lo observó
con dignidad, tal como se observa a un bacilo bajo el microscopio y
respondió muy, muy, muy gravemente:
—Cuando
haya entendido el mundo, el mundo será mío y podré prever todo lo
que suceda en él. Y así podré caminar por donde quiera, haciendo
lo que quiera.
Ikur no comprendió
nada; él mismo había caminado libre por donde quería haciendo lo
que quería. Pero no era el dueño del mundo. De modo que había
estado obrando mal: ¡Se comportaba como dueño del mundo sin serlo!
Así que, como Ikur
creía que era pobre e ignorante, se sintió muy desdichado, y se fue
en silencio de la ciudad perfecta de edificios cerrados, altos y
perfectos; y al salir volvió al campo, a la naturaleza donde está
lo no-perfecto que vive feliz sin saber que no debe serlo.
Ikur estaba tan
triste que no miró a su alrededor y no vio las flores que le
hablaban, ni el sol que lo acariciaba, ni el agua que lo servía, ni
el aire que lo coronaba como a un rey; porque Ikur pensaba que no era
dueño de nada.
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