Hace más de 15 años —diría que casi 20 pero no estoy segura—, escribí esta suerte de “cuento simbólico”. Tiene lo primitivo (lo rudimentario, diría) de lo que solía escribir en aquella época, pero tiene también algo de mítico. Algo que, a la luz del nuevo giro de la rueda del camino del héroe que mi vida ha emprendido desde hace un tiempo, cobra nuevos y más profundos sentidos.
Si hoy tuviese que reescribirlo, seguramente lo haría contando la historia de cuatro niños que se me presentaron en un sueño y que viven detrás de una fábrica: el chico flaco y valiente, la niña ciega y buena, el pequeñito con la gorra “a lo Dickens” que siempre piensa en los demás, y el robusto muchachito del martillo cuya furia es incontenible. Y sería una historia muy distinta… una nueva y diferente versión de ésta.
Pero, en aquella época tomé una imagen de High Hopes de Pink Floyd y mucho de las imágenes que Carl C. Jung vertía en sus artículos de El hombre y sus símbolos, e hice este mapa poco fiable que comenzaré a publicar en este blog, por entregas, luego de más de quince años de dormir a la espera de su momento.
El obvio depositario de mi dedicatoria es mi padre, Héctor Miguel, quien sigue cuidándome de que no me caiga de la bicicleta al aprender a andar… o, tal vez, de que lo haga en los momentos adecuados.
(Y mi sincero e inmenso agradecimiento a: Miguel Ángel T. y Andrea F.)
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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE
(por:
Teresa P. Mira de Echeverría)
Estar encadenado,
bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar
encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia
mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y
nótese que digo casi,
porque
esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es
inherente a la raza humana.
1: Y abrió los
ojos...
Lo notable era que,
luego de miles de años, siguiera siendo para él sólo eso: una
sensación. Y es que Ikur realmente estaba atado.
Sus amarras, unas
largas y plateadas cadenas, habían sido forjadas eslabón por
eslabón con sus propios deseos. Cada deseo, un eslabón.
Los eslabones eran
al principio relucientes y bellos; la plata finísima con que estaban
hechos brillaba en caleidoscópicos matices bajo la mirada de Ikur.
Pero como todo lo bello y reluciente, al poco tiempo, un tiempo que
cada vez era más corto, se tornaban opacas, grises y tristes; hasta
que finalmente se volvían negras como una noche sin estrellas, y sin
esperanza de estrellas.
Ikur no siempre
había tenido la sensación de estar atado, eso era algo nuevo. Para
Ikur, al principio, las cadenas eran algo normal, hasta que se
convirtieron en parte de su propio cuerpo; o al menos eso creía
Ikur.
Pero un día, en un
sueño, o en una mirada, en una congoja que le oprimía el pecho más
que sus queridas cadenas, o quien sabe en qué milagroso e inesperado
(o esperado) evento, descubrió que su cuerpo se limitaba antes de
llegar a las cadenas y que éstas no eran parte de él.
Ikur había forjado
esas cadenas eslabón por eslabón. Cada deseo, un eslabón.
Con sus propios
deseos habían sido forjadas.
Pero Ikur no deseaba
nada malo. No deseaba nada impropio. No deseaba nada dañino. Sus
deseos eran inocentes, simples, vulgares; tenían la inocencia y la
vulgaridad de lo normal y lo catastrófico.
Había deseado ser
más bello, más querido, más comprendido, mejor.
Así, había
aparecido un eslabón, y otro eslabón, y otro eslabón, y muchos
más.
Ahora
Ikur estaba creciendo, no porque quisiera hacerlo, sino porque la Ley
del Tiempo así
lo dictaminaba; y la ley del tiempo tiene una ventaja: no tienes que
querer cumplirla, ni siquiera respetarla; porque la ley del tiempo se
hace cumplir por sí misma.
De
modo que Ikur había crecido y había cumplido con el segundo
artículo de la ley del tiempo: «Crecerás».
Y ahora que Ikur
crecía, sentía la “creciente” asfixia que le provocaban sus
cadenas.
Ikur
sintió así, por primera vez, la sensación
de estar atado. No porque no pudiera moverse —como efectivamente no
podía—, tampoco porque las cadenas le impidieran crecer —como
efectivamente le estaban impidiendo—, sino porque llegó un punto
en que ya le estaban impidiendo respirar.
Y como muy poca
gente sabe, respirar es un derecho inalienable de todo ser humano,
por el sólo hecho de ser humano.
Y
a Ikur se le estaba dificultando el respirar, lo cual constituía un
problema; máxime sabiendo que Ikur sólo “sentía” que no podía
respirar, pues Ikur aún no sabía
que
no podía hacerlo.
Ikur
sólo sentía, y sentir había sido el inicio de sus problemas; no
porque sintiera, sino porque sólo
sentía.
Finalmente sucedió
lo que debía suceder, ahogado por la opresión, Ikur logró mover su
cabeza en un sacudón desesperado, y esa sacudida fue reveladora.
Primero, vio que
tenía cadenas, no las reconoció como tales, aún menos sabía que
se llamasen de ese modo, tampoco comprendió qué eran o para qué
servían; pero en su mente la sensación de estar atado y la visión
de las cadenas se unieron en una sola imagen: la única imagen
verdadera que Ikur recordase.
Segundo, vio que
podía moverse, saboreó el poder del cambio y por primera vez sintió
placer fuera de sus deseos; esperó a que se formara un nuevo eslabón
con aquella oleada de placer, pero no sucedió así. Ikur había
sentido placer sin desearlo o, mejor dicho, deseándolo de otro modo.
Tercero, respiró.
Respiró al apartar un eslabón de su cara y vio Ikur que las cadenas
eran algo malo, y sin saber qué era lo malo, Ikur deseó no tener ya
más cadenas.
Lo
cuarto que Ikur vio fue que al desear no tener cadenas, estas
comenzaron a multiplicarse y a crecer y a cubrirlo más y más, y a
ensañarse salvajemente con él. Obviamente había violado el
artículo primero de la Ley
de las Cadenas: «Nunca
desearás no tener cadenas».
Pero el cataclismo
que estaba sufriendo Ikur y que lo colocó al borde del no-ser-vivo
fue, como todo cataclismo que se precie de tal, productivo. Ikur vio
que debería hacer otra cosa, algo nuevo, algo distinto... Pero,
¿qué?
"Anguish-18", Seo Young-Deok |
Por lo pronto
resistió, resistió el avance de las cadenas y las cadenas quisieron
hacer algo nuevo, quisieron meterse dentro de él.
Ikur
vio que tenía un adentro
y
que las cadenas tenían que forzarlo para entrar. Ikur vio entonces
que las cadenas estaban afuera
de
Ikur.
Vio también que no
quería que las cadenas entrasen porque entonces las cadenas pasarían
a ser Ikur.
Comenzó a forcejear
con su nueva habilidad, a moverse para zafar de sus ataduras.
Que
Ikur recordase, era la primera vez que hacía
algo.
Pero ni desear, ni
ver, ni hacer, lograban que Ikur se liberase de sus cadenas, aquellas
que había construido eslabón por eslabón; cada deseo, un eslabón.
Este era el momento
en que cualquiera de nosotros esperaría un héroe, Ikur no sabía lo
que era un héroe y creo que tampoco sabía lo que era esperar.
Pero el héroe
apareció, como en toda historia que se precie. O más bien siempre
había estado allí. Sucede que la Naturaleza actuó e Ikur unió en
su mente unas claras conclusiones de lo visto, lo deseado y lo
ocurrido: Ikur era y podía ya no ser.
Bastó lo acontecido
para que las cadenas se diluyesen en una fina capa de ceniza gris que
cayó a sus pies, lenta y suavemente. La amenaza yacía a sus
plantas, mansa y vulnerable.
Ikur
se detuvo y volvió a pensar en la reveladora frase: Ikur
es y puede no ser.
Inmediatamente
su mente obtuvo una nueva conclusión: Ikur
es.
Y
finalmente llegó al punto capital de su reflexión: Él
era Ikur.
Recordó estas tres
frases muy bien y comenzó a repetirlas en su mente: “Ikur es y
puede no ser”. “Ikur es”. “Yo soy Ikur”. “Ikur es y puede
no ser”. “Ikur es”. “Yo soy...”
Y
mientras repetía una y otra vez lo aprendido, comenzó a caminar sin
rumbo, caminar le proporcionaba más placer que desear, y pensar le
proporcionaba algo mejor que el placer; Ikur no sabía lo que le
proporcionaba y comenzó a reflexionar sobre qué era aquello que no
sabía que le proporcionaba pensar y llegó a una conclusión: Ikur
no sabía.
Al instante un
trueno recorrió su mente y una luz lo cegó. Restregó sus ojos
hasta acostumbrarse a la luz: un disco grande y redondo brillaba
sobre un fondo celeste muy lejos sobre su cabeza, estaba parado sobre
algo verde y suave que se elevaba desde el suelo, y a su alrededor
descubrió miles de maravillas. Ikur no sabía lo que eran y solo se
quedó viendo todas esas maravillas verdes, azules, rojas, inmóviles
y móviles, grandes y pequeñitas; y pensó que algo estaba
sucediendo a su alrededor…
Me gusta como perfila y lo que plantea. Y que sea por entregas me lo hace más interesante para leer jeje.
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