miércoles, 10 de diciembre de 2014

Encuentro con Angélica Gorodischer


 El 7 de Diciembre pasado, en la ciudad de Rosario (Argentina), nos encontramos Laura Ponce, Guillermo Echeverría, Gabriel Reynoso y yo con la gran Angélica Gorodischer, a instancias de la antología Alucinadas y gracias a Cristina Jurado.
 Fueron dos horas maravillosas y tan intensas que no sabía cómo relatarlas, así que ésta es la crónica fabulosa de lo sucedido porque, para mí, fue verdaderamente un suceso mágico.
 Así que si encuentran taxis metamorfoseados en corceles de noche y oro, o ríos que son dragones, sepan que así es la pura realidad...


El muy portentoso y asombroso relato de dos valientes peregrinas y sus feroces escuderos, en pos de la comunión con una potencia angélica

por maese (sir) Theresa Ómicron Ceti, compañera de Etxeberria

Sigamos escribiendo,
porque si no nos jodemos, francamente.”
Angélica Gorodischer


La peregrinación no había sido idea nuestra, ni mucho menos mía —que jamás idea semejante hubiera pasado por mi mente, a no ser que fuese bajo la forma de un deseo que rápidamente diera por loco y vano—, en realidad había surgido como una suerte de “milagro”, como una señal extraña, como un sueño en el cual se le habla a uno de cosas veraces pero no comprobables bajo la luz del sol.
Una de las miembros de nuestra cofradía la llamó “maga” —también podría llamársela “hechicera” o, incluso, “bruja” en el más alto y maravilloso sentido del término—, lo cierto es que la Cristalina Juramentada nos había reunido a todas. A cada una por un medio distinto, tal como si fuese una nueva Merlín o, mejor aún, como una Morgana convocándonos en torno a una Alta Alucinación femenina y profunda, plagada de futuro e imaginación. El signo que nos había traído desde distintos sitios: la alta montaña de lo cibernético, las ciudades de piedra y espejismos de lo cuántico, los pozos de niebla de lo distópico, e incluso desde más allá del mar de los Atlantes era, ni más ni menos, que el mismo que guía mi pluma desde que tengo memoria de mi vocación... esas dos letras admirables: “CF”.
Luego que las sillas en torno a la mesa redonda del eterno ciclo sin centro ni circunferencia, estuvieran ocupadas por más de quince integrantes —diez de ella elegidas para combatir (y es menester decir que muchas más habían respondido al llamado, y esas tantas valerosas nos daban fuerzas para lo que se aproximaba)—, fue leída la fórmula. Entonces alguien, una compañera muy valiente o muy temeraria, me nombró “capitana” y yo acepté aquella encomienda con tanto orgullo como temor.
Nuestro combate se libraría mediante el antiquísimo sortilegio de las palabras y, por ello, el campo de batalla exigía ser un libro. Y como es sabido, un libro es capaz de alterar la realidad mucho más que un puño o un grito.
Cuando el gran libro estuvo escrupulosamente copiado y preciosamente iluminado —con cada relato superponiendo la vida y la obra de la guerrera de la pluma que lo había escrito—, éste voló gracias a la artes arcanas de las hechiceras editantes y se internó en las etéreas regiones del conocimiento, donde los ángeles y los demonios de los electrones danzan en complejas manifestaciones, hasta llegar a recónditos sitios donde era esperado con afán, recibido con beneplácito o contemplado con asombrado o receloso interés.
Era aquel el momento convenido del cónclave. La redonda mesa sin centro ni circunferencia debía volverse tangible para que las caballeras pudieran reunirse en piel, sangre y hueso, y su voz escuchada. El mayor inconveniente lo constituía el poderoso Atlante, inflexible y cruel, y las leyes carónticas de los barqueros que exigían compensaciones imposibles de afrontar para su cruce. De modo que la poderosa hechicera Cristalina, que vivía más allá del desierto intermedio, creó otra mesa, una más pequeña, en la que —nos dijo— sólo cabrían tres. Y convocó a las dos valientes que vivían del otro lado del Atlante, y les impuso una tarea, una peregrinación: ir en busca de la Gran Maestra, aquella que podía hablar con la voz de mil espadas de doble filo, y reunirse con ella en nombre de las demás.
Célebres eras las guerras en las que había incursionado la Gran Maestra, y más de treinta batallas sostenían su nombre invicto. Su sabiduría y su ingenio eran conocidos en todo el orbe que se regía por el signo de la CF, e incluso mucho más allá de él también.
Así la Cristalina, la gran bruja del desierto, me envió con una sola contraseña por escudo: “decime Narda”, y yo fui.
Maese Láurea (la variados laureles), iría en similar peregrinación, pero nuestros caminos divergirían. Por rutas diferentes emprendimos la marcha. Con el sol fuimos mi compañero y yo; con la luna, ella y su escudero. Los primeros en llegar al sitio donde el gran dragón serpentino, de cuerpo escamoso y dorado pajizo, brilla como un río capaz de tragarse todo un mundo —el sitio cuya tierra y cuyo nombre rezan un rezo circular sin fin—, fuimos nosotros. Apenas desembarcamos, el mismísimo aliento del enfurecido dragón casi nos abraza, y su sofocante calor fue la primera prueba que debimos sortear. Su hálito húmedo y ardiente parecía salido del Érebo mismo.
La Gran diosa de la CF debe haberse apiadado de nosotros porque pronto encontramos refugio y ayuda: la posada del euskaldún nos dio cobijo esa noche, y en sus frías habitaciones recobramos fuerzas; mientras que los hombres del trébol, los seguidores de la dulce y luminosa Dana, nos brindaron alimentos y bebida.
Láurea, por su parte, sufría su propia prueba: un doloroso velar de armas que la dejó exhausta pero no la venció.
Al otro día, el día del encuentro, el del número perfecto del último mes, fue el agua el elemento con el cual el dragón nos probó. La lluvia inclemente amenazaba con barrer la ciudad junto con su estrépito y poder. Pero nunca lo que cae de lo alto puede amedrentar a un seguidor de la CF. Bajo el agua, nos reunimos maese Láurea, yo y nuestros fidelísimos compañeros. Luego de planear la estrategia decidimos engañar al dragón y su lluvia encaminándonos, como el astuto Odiseo, dentro del vientre de un veloz corcel hecho de pura noche y oro —cuyos números generosos, cayeron esta vez con pausada piedad—, y así arribamos al hogar de la Gran Maestra.
La tercera prueba fue saber que nuestra estrategia había desaparecido y nuestras mentes estaban en blanco. Toda agua es bautismal y aquel renacimiento era como haber sido bañados por el olvido Leteo y la memoria Eunoe, pero a un tiempo: en nuestras mentes se agolpaba y huían todas las ideas (olvidar lo malo y recordar lo bueno hubiese aconsejado Dante, pero aquella era una peregrinación femenina). Ahí comprendí que el dragón seguramente le obedecía a ella.
Movidas por la ansiedad de nuestro corazón sin reposo, llegamos antes del tiempo convenido, pero la sonrisa con la que ella, la Gran Maestra, nos recibió, me recordaron las palabras del legendario mago, hijo de un colega suyo: No se llega tarde, ni temprano, sino en el momento justo.
Cuando cruzamos el umbral hacia su mundo, aquello fue como entrar en el corazón de la leyenda. ¡El Grial a nuestro alcance! Ya no había gárgolas, ni vallados, sino la apertura femenina y vegetal de lo generoso, de la generosidad misma hecha paisaje y vida. Ella nos dijo que la habíamos despertado y yo soñé con los sueños en los que habría habitado.
Dejamos nuestros miedos bajo el fragante tilo lleno de promesas de calma. Recorrimos el estrecho pasillo que lleva a la puerta aún más estrecha que se abre a lo que en verdad vale la pena, y fuimos acariciados por el susurro feliz de las hortensias en flor, cuya humedad y delicadeza parecían darnos la bienvenida. Apenas llegamos a la zona más profunda, nos recibió un nuevo jardín cargado de un sutil poder. Primero un jazmín, alto como yo (y yo iba revestida de mi mejor armadura) nos asombró con su esencia del Oriente. Luego fue una magnolia enorme, cuyas flores, grandes como cabezas humanas, parecían recordar una versión feliz de las historias del Popol Vuh: cabezas fragantes que habían vencido al Xibalbá mismo, y recitaban para nosotros las historias del sol y la luna de América. Entonces, un estrecho camino que nos obligó a bajar nuestras últimas defensas y a caminar de a uno por vez (tal como se entra a todo sitio trascendente), nos depositó bajo un laurel tan grande como el mismísimo Yggdrasil. Un signo, nos dijo la Gran Maestra, de la buena fortuna que había querido crecer allí por voluntad propia, como un regalo de los hados.
En el frontispicio de la pequeña ermita (que era a la vez un Sacta Sanctorum), clavado como los 12 puntos de una protesta y, al mismo tiempo, como una declaración de principios, no estaba el délfico “Conócete a ti mismo”, pero era como si lo estuviese... Keats era la pitia elegida que pedía libros, vino francés, frutas, un buen clima y una pequeña música interpretada al aire libre por alguien desconocido.
Apenas ingresamos nos quedamos maravillados, pues lo que por fuera solo aparentaba ser una pequeña construcción, albergaba mundos en su interior. Había tres cajas que contenían futuros posibles. Planetas reducidos al tamaño de huevos. Archivos conformados con todo aquello que le duele al mundo. Pequeños recipientes heterogéneos dispuestos a la espera de negros brebajes. El pensamiento de los siglos en altos anaqueles. Imágenes de la esencia misma de lo que somos colgando de las paredes, imágenes hechas por manos maravillosas, mensajes de amistad de los poderes más profundos de la CF firmados por la propia mano izquierda de la luz y las tinieblas.
Le dimos nuestros presentes, más bien nuestras humildes ilusiones y ella las recibió como si fueran un tesoro magnífico. La comunión era simple, como todo lo profundo. Y entonces la Gran Maestra, la revestida de los poderes Angélicos nos preguntó quiénes éramos y cómo habíamos llegado hasta allí. Y aquello resultó ser una interpelación esencial.
Nuestras respuestas eran una mezcla de trivialidades y los anhelos de toda una existencia. Estábamos pidiéndole permisos para ser nosotras. Y sabíamos secretamente que ella era una de las pocas en este orbe que podía darnos tal permiso. Antes de retirarse para traer el elixir con el cual nos ungiría, nos dijo casi como si cualquier cosa: “No soy un oráculo” y salió de la mano de su ancestral bastón —alguna vez perteneciente a uno de los más grandes héroes de este suelo—, un báculo ínfimo hecho de pura historia condensada en la liviandad de una caña hueca, para que toda su pasión y el universo mismo cupiesen en él.
Yo pensé en lo oracular de aquella frase, en lo críptico de lo evidente, y me sentí feliz: no habría palabras abstrusas, sólo experiencias compartidas.
Tras unos momentos de vacilación, los cuatro nos pusimos de pie. Las instrucciones que ella nos había dado fueron claras y sencillas: podíamos mirarlo todo pero no alterar el orden. Pensé que aquel orden (quizás todo orden) no fuese otra cosa que un caos controlado y, en este caso, el caldero desde donde bullían todos sus universos. Así que cada uno de nosotros se dirigió a un punto cardinal específico: maese Grendel fue al Sur, donde estaba el ojo gigante que miraba el afuera y a las orbes interiores al mismo tiempo; maese Láurea, al Oeste, frente al altar mismo donde nacían las historias y donde yacían, como si tal cosa, los pendones, medallas y trofeos conquistados en innumerables victorias; maese Wilhelm se dirigió al Este, donde la mesa cobijaba el sacrificio y donde aquellos temas que quemaban con sólo acercárseles se alzaban en blancos anaqueles; y yo me decidí por el Norte, donde pude ver libros y libros y más libros y, entre ellos, las mismas palabras con las que yo me había iniciado en mi juventud: ritos de pasaje panshineos, desiertos arrakenos, intersecciones delanyanas... ¡Así que su alma y la mía habían bebido de las mismas aguas! Quedé maravillada por lo que aquello implicaba: en la CF todos arrancábamos por el mismo camino.
Se sabe que todo genio es tal porque se encuentra en equilibrio y la genialidad de la angelical vino subrayada por la bonhomía del arquitecto, un caballero armonioso y bondadoso por demás que trajo las libaciones. Y entonces empezó el rito: el brebaje oscuro, las preguntas, las historias relatadas que lo decían todo.
Hubo consejos para las futuras caballeras: tener una voluntad propia, una que jamás claudique ante los vaivenes del viento de las opiniones. Saber bien dónde está una parada en el mundo porque eso se transparenta en lo escrito, y jamás pretender ser aséptico, porque no se puede escribir un cuento —un buen cuento, un cuento que no nos traicione—, sin ideología. Saber desprenderse de lo que a uno no lo satisface, incluso lo que costó esfuerzo escribir. Desarrollar nuestras historias hasta ser capaces de oír a los homúnculos que nacen de nuestra pluma —incluso nos mostró, allí mismo, de modo ejemplar, cómo dominar uno que le pertenecía, uno llamado Trafalgar—. También nos dijo cómo bregar hasta el momento en que uno puede llegar a escuchar a esos homúnculos, pero sin dejar de disciplinarlos (incluso yo recibí su permiso para invocar su nombre si tal tarea se me volvía dificultosa). Nos habló de no dejar que la miopía de los que no ven más allá de sus propias narices sentencien que hay temas que han sido superados. Y, sobre todo, nos instó a ser libres para crear. “Yo sé cuando tengo éxito —nos dijo magistralmente—, tengo éxito cuando los pelotudos me miran con cara de «esta mina está loca»”. Y todo eso nos lo dijo como si fuésemos pares, no sólo como aquellas iniciadas con las que compartía el mismo libro, sino como verdaderas colegas de armas. Láurea y yo oscilábamos entre el llanto y la risa, y ella simplemente nos acariciaba con su inteligencia y su constante sonrisa.
Recordé la música de la que hablaba el frontispicio de Keats pegado en la puerta de esta ermita-taller-matraz de alquimista y supe que era el canto de los pájaros y las constantes risas que condimentaron toda la velada.
Nos encomendó que escribiéramos desde nosotras, desde lo que somos y más allá de lo que somos. Que dejemos que el camino relate la meta: que nos concentremos en la peripecia, la aventura, para que las idea se transparente sola, y no al revés. Que respetemos las palabras porque tienen poder, pero que no claudiquemos en expresarlas a nuestro antojo. Que construyamos un mapa, pero que sepamos salirnos de él cuando la historia lo exige. Que evoquemos lo femenino, que continuemos esta gesta más y más en ese sentido de alucinación, de mujer, de creadoras, de CF (un sitio, nos dijo —y aquí sí que fue heraclíteamente oscura— del que jamás se retorna: “La ciencia ficción te deja una marca muy grave, muy seria, muy honda. Una vez que uno anduvo por el género difícil que te puedas escapar del todo”. Para mis oídos aquellas palabras fueron más que auspiciosas significaban que una vez puesto el pie en esa senda, nunca más se puede retroceder... Y ésa es, precisamente, mi meta).
Por un momento su mirada se concentró en sí misma o tal vez en detalles que sólo ella podía advertir del mundo, cosas que únicamente el ojo de una Gran Maestra podían ver y, con un tono simple y tan hondo que nos arrancó lágrimas, suspiró: “Qué se yo... es lindo escribir”. ¡Por la diosa de la CF, ése momento fue tan mágico! A maese Láurea se le humedecieron los ojos y yo... mientras retorcía un pequeño trozo de papel entre los dedos por undécima vez... yo quedé atragantada de tantas perspectivas al punto de sentir que mi armadura se volvía tan liviana como una pluma, ingrávida.
La Gran Maestra, esa dama de cabello de fuego, nos dijo tantas cosas (cosas íntimas, cosas inmensas, cosas cotidianas) que sólo el volver a esos parajes de la memoria podrá hacer que las revivamos o, tal vez, que las reescribamos. Incluso nos habló de su propia vocación definitiva, su motor en el arte: Lo Inexplicable. Sólo sé que hubo un momento, entre anécdotas compartidas y la humildad de quién podía incluso admirarse de nuestros pequeños logros, en el que, idealmente, ella se puso de pie y nosotras dos, idealmente, hincamos rodilla en tierra. En ese momento, en ese sitio que es un nudo de todo sitio posible, la quintaesencia del rincón de vida que todos ansiamos —la de quien escribe porque no podría jamás dejar de hacerlo—, con nuestros fieles escuderos dándonos coraje... ella alzó su espada, apoyó primero el filo sobre el hombro derecho de la razón, luego sobre el hombro izquierdo del corazón y, finalmente, sobre nuestras testas llena de nubes, y pronunció la fórmula con la que nos armó caballeras: “Sigamos escribiendo”.
(¿Sabría la Cristalina que esto sucedería y por eso nos envió allí?)
Aquello era una bendición y también una encomienda, un comando, un llamado... Las que entramos como aprendices salíamos como caballeras, aún tímidas, pero con el pecho henchido de la fuerza, la bondad y las demás virtudes que ella nos había insuflado: la fe y el poder de batallarlo todo sin temer a nada salvo a no hacer lo que deseemos, el valor de la transgresión, la disciplina de lo inevitable de la escritura que es “como un vicio” porque: “No podés, ¿cómo vas a dejar de escribir? No se puede”.
Cuando el tiempo fue el que debía ser (y todos pudimos sentirlo como una brisa suave de placidez) recogí unas ramas de sus laureles para poder tener un hito, una llama que nos guiase en nuestras futuras aventuras tal como la rama dorada había guiado a Eneas. Recién al volver al cruzar el umbral y regresar al campo de la batalla cotidiana, dejando al otro lado de la valla verde ese sitio feérico e hiperreal, comprendí lo que había sucedido y deseé haber preguntado mil cosas más. Ella nos saludó como quien se despide de alguien a quien volverá a ver pronto, y nosotros caminamos obnubilados, livianas y flotantes, intentando dar cuenta de aquel misterio que habíamos vivido. Por sobre nuestras cabezas, como un signo de los signos, el arco de siete colores había empezado a envolver el cielo: el dragón al fin nos sonreía. Entonces, cuando el camino se bifurcó y tuvimos que detenernos, dimos un grito salvaje de triunfo y nos abrazamos para llorar de felicidad.
Dos, cuatro, cuatro-dos personas habíamos entrado allí y habíamos salido transformados. Ahora era tiempo de contarle a nuestras hermanas del Mundo Antiguo cuáles eran esos consejos que la Gran Maestra nos había transmitido en germen, y que llevábamos en nosotras, gestándose casi inconscientemente. El mensaje de que algo, algo impreciso y profundo, había cambiado de pronto para todas las alucinadas integrantes de la mesa redonda sin centro ni circunferencia, y que eso era como una semilla que al fin había eclosionado y para la cual, felizmente, ya no hay modo de volver atrás...
   
Rosarium de la Sagrada Fe, a orillas de Dragón Paranaensis, en el País de Ag. Al otro lado del Atlante (o a éste). Siendo el día perfecto, del último mes, del año mágico, terrible y santo de la publicación de Alucinadas.


2 comentarios:

  1. Hola, ¡maravilloso! y felicitaciones :)

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  2. Y ese mismo día, del otro lado del Poderoso Atlante, se estaba presentando "Alucinadas" en el MirCon2014.
    Aquí está (gracias, Elías Combarro), la presentación de "Alucinadas en España", otra gigantesca alegría de escribir:
    http://sentidodelamaravilla.blogspot.com.ar/2015/01/video-de-la-mircon-2014-presentacion-de.html

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