El 7 de Diciembre pasado, en la ciudad de Rosario (Argentina), nos encontramos Laura Ponce, Guillermo Echeverría, Gabriel Reynoso y yo con la gran Angélica Gorodischer, a instancias de la antología Alucinadas y gracias a Cristina Jurado.
Fueron dos horas maravillosas y tan intensas que no sabía cómo relatarlas, así que ésta es la crónica fabulosa de lo sucedido porque, para mí, fue verdaderamente un suceso mágico.
Así que si encuentran taxis metamorfoseados en corceles de noche y oro, o ríos que son dragones, sepan que así es la pura realidad...
El
muy portentoso y asombroso relato de dos valientes peregrinas y sus
feroces escuderos, en pos de la comunión con una potencia angélica
por maese (sir) Theresa Ómicron Ceti, compañera de Etxeberria
“Sigamos
escribiendo,
porque si no nos jodemos,
francamente.”
Angélica
Gorodischer
La
peregrinación no había sido idea nuestra, ni mucho menos mía —que
jamás idea semejante hubiera pasado por mi mente, a no ser que fuese
bajo la forma de un deseo que rápidamente diera por loco y vano—,
en realidad había surgido como una suerte de “milagro”, como una
señal extraña, como un sueño en el cual se le habla a uno de cosas
veraces pero no comprobables bajo la luz del sol.
Una
de las miembros de nuestra cofradía la llamó “maga” —también
podría llamársela “hechicera” o, incluso, “bruja” en el más
alto y maravilloso sentido del término—, lo cierto es que la Cristalina Juramentada
nos había reunido a todas. A cada una por un medio distinto, tal
como si fuese una nueva Merlín o, mejor aún, como una Morgana
convocándonos en torno a una Alta Alucinación femenina y profunda,
plagada de futuro e imaginación. El signo que nos había traído
desde distintos sitios: la alta montaña de lo cibernético, las
ciudades de piedra y espejismos de lo cuántico, los pozos de niebla de lo distópico, e incluso desde más
allá del mar de los Atlantes era, ni más ni menos, que el mismo que
guía mi pluma desde que tengo memoria de mi vocación... esas dos
letras admirables: “CF”.
Luego
que las sillas en torno a la mesa redonda del eterno ciclo sin centro
ni circunferencia, estuvieran ocupadas por más de quince integrantes
—diez de ella elegidas para combatir (y es menester decir que
muchas más habían respondido al llamado, y esas tantas valerosas
nos daban fuerzas para lo que se aproximaba)—, fue leída la
fórmula. Entonces alguien, una compañera muy valiente o muy
temeraria, me nombró “capitana” y yo acepté aquella encomienda
con tanto orgullo como temor.
Nuestro
combate se libraría mediante el antiquísimo sortilegio de las
palabras y, por ello, el campo de batalla exigía ser un libro. Y
como es sabido, un libro es capaz de alterar la realidad mucho más
que un puño o un grito.
Cuando
el gran libro estuvo escrupulosamente copiado y preciosamente
iluminado —con cada relato superponiendo la vida y la obra de la
guerrera de la pluma que lo había escrito—, éste voló gracias a
la artes arcanas de las hechiceras editantes y se internó en las
etéreas regiones del conocimiento, donde los ángeles y los demonios
de los electrones danzan en complejas manifestaciones, hasta llegar a
recónditos sitios donde era esperado con afán, recibido con
beneplácito o contemplado con asombrado o receloso interés.
Era
aquel el momento convenido del cónclave. La redonda mesa sin centro
ni circunferencia debía volverse tangible para que las caballeras
pudieran reunirse en piel, sangre y hueso, y su voz escuchada. El
mayor inconveniente lo constituía el poderoso Atlante, inflexible y
cruel, y las leyes carónticas de los barqueros que exigían
compensaciones imposibles de afrontar para su cruce. De modo que la
poderosa hechicera Cristalina, que vivía más allá del desierto
intermedio, creó otra mesa, una más pequeña, en la que —nos
dijo— sólo cabrían tres. Y convocó a las dos valientes que
vivían del otro lado del Atlante, y les impuso una tarea, una
peregrinación: ir en busca de la Gran Maestra, aquella que podía
hablar con la voz de mil espadas de doble filo, y reunirse con ella
en nombre de las demás.
Célebres
eras las guerras en las que había incursionado la Gran Maestra, y
más de treinta batallas sostenían su nombre invicto. Su sabiduría
y su ingenio eran conocidos en todo el orbe que se regía por el
signo de la CF, e incluso mucho más allá de él también.
Así
la Cristalina, la gran bruja del desierto, me envió con una sola
contraseña por escudo: “decime Narda”, y yo fui.
Maese
Láurea (la variados laureles), iría en similar peregrinación, pero
nuestros caminos divergirían. Por rutas diferentes emprendimos la
marcha. Con el sol fuimos mi compañero y yo; con la luna, ella y su
escudero. Los primeros en llegar al sitio donde el gran dragón
serpentino, de cuerpo escamoso y dorado pajizo, brilla como un río
capaz de tragarse todo un mundo —el sitio cuya tierra y cuyo nombre
rezan un rezo circular sin fin—, fuimos nosotros. Apenas
desembarcamos, el mismísimo aliento del enfurecido dragón casi nos
abraza, y su sofocante calor fue la primera prueba que debimos
sortear. Su hálito húmedo y ardiente parecía salido del Érebo
mismo.
La
Gran diosa de la CF debe haberse apiadado de nosotros porque pronto
encontramos refugio y ayuda: la posada del euskaldún nos dio cobijo
esa noche, y en sus frías habitaciones recobramos fuerzas; mientras
que los hombres del trébol, los seguidores de la dulce y luminosa
Dana, nos brindaron alimentos y bebida.
Láurea,
por su parte, sufría su propia prueba: un doloroso velar de armas
que la dejó exhausta pero no la venció.
Al
otro día, el día del encuentro, el del número perfecto del último
mes, fue el agua el elemento con el cual el dragón nos probó. La
lluvia inclemente amenazaba con barrer la ciudad junto con su
estrépito y poder. Pero nunca lo que cae de lo alto puede amedrentar
a un seguidor de la CF. Bajo el agua, nos reunimos maese Láurea, yo
y nuestros fidelísimos compañeros. Luego de planear la estrategia
decidimos engañar al dragón y su lluvia encaminándonos, como el
astuto Odiseo, dentro del vientre de un veloz corcel hecho de
pura noche y oro —cuyos números generosos, cayeron esta vez con pausada
piedad—, y así arribamos al hogar de la Gran Maestra.
La
tercera prueba fue saber que nuestra estrategia había desaparecido y
nuestras mentes estaban en blanco. Toda agua es bautismal y aquel
renacimiento era como haber sido bañados por el olvido Leteo y la
memoria Eunoe, pero a un tiempo: en nuestras mentes se agolpaba y
huían todas las ideas (olvidar lo malo y recordar lo bueno hubiese
aconsejado Dante, pero aquella era una peregrinación femenina). Ahí
comprendí que el dragón seguramente le obedecía a ella.
Movidas
por la ansiedad de nuestro corazón sin reposo, llegamos antes del
tiempo convenido, pero la sonrisa con la que ella, la Gran
Maestra, nos recibió, me recordaron las palabras del legendario
mago, hijo de un colega suyo: No se llega tarde, ni temprano, sino en
el momento justo.
Cuando
cruzamos el umbral hacia su mundo, aquello fue como entrar en el
corazón de la leyenda. ¡El Grial a nuestro alcance! Ya no había
gárgolas, ni vallados, sino la apertura femenina y vegetal de lo
generoso, de la generosidad misma hecha paisaje y vida. Ella nos dijo
que la habíamos despertado y yo soñé con los sueños en los que
habría habitado.
Dejamos
nuestros miedos bajo el fragante tilo lleno de promesas de calma.
Recorrimos el estrecho pasillo que lleva a la puerta aún más
estrecha que se abre a lo que en verdad vale la pena, y fuimos
acariciados por el susurro feliz de las hortensias en flor, cuya
humedad y delicadeza parecían darnos la bienvenida. Apenas llegamos
a la zona más profunda, nos recibió un nuevo jardín cargado de un
sutil poder. Primero un jazmín, alto como yo (y yo iba revestida de
mi mejor armadura) nos asombró con su esencia del Oriente. Luego fue
una magnolia enorme, cuyas flores, grandes como cabezas humanas,
parecían recordar una versión feliz de las historias del Popol Vuh:
cabezas fragantes que habían vencido al Xibalbá mismo, y recitaban
para nosotros las historias del sol y la luna de América. Entonces,
un estrecho camino que nos obligó a bajar nuestras últimas defensas
y a caminar de a uno por vez (tal como se entra a todo sitio
trascendente), nos depositó bajo un laurel tan grande como el
mismísimo Yggdrasil. Un signo, nos dijo la Gran Maestra, de la buena
fortuna que había querido crecer allí por voluntad propia, como un
regalo de los hados.
En
el frontispicio de la pequeña ermita (que era a la vez un Sacta
Sanctorum), clavado como los 12 puntos de una protesta y, al
mismo tiempo, como una declaración de principios, no estaba el
délfico “Conócete a ti mismo”, pero era como si lo estuviese...
Keats era la pitia elegida que pedía libros, vino francés, frutas,
un buen clima y una pequeña música interpretada al aire libre
por alguien desconocido.
Apenas
ingresamos nos quedamos maravillados, pues lo que por fuera solo
aparentaba ser una pequeña construcción, albergaba mundos en su
interior. Había tres cajas que contenían futuros posibles. Planetas
reducidos al tamaño de huevos. Archivos conformados con todo aquello
que le duele al mundo. Pequeños recipientes heterogéneos dispuestos
a la espera de negros brebajes. El pensamiento de los siglos en altos
anaqueles. Imágenes de la esencia misma de lo que somos colgando de
las paredes, imágenes hechas por manos maravillosas, mensajes de
amistad de los poderes más profundos de la CF firmados por la propia
mano izquierda de la luz y las tinieblas.
Le
dimos nuestros presentes, más bien nuestras humildes ilusiones y
ella las recibió como si fueran un tesoro magnífico. La comunión
era simple, como todo lo profundo. Y entonces la Gran Maestra, la
revestida de los poderes Angélicos nos preguntó quiénes éramos y
cómo habíamos llegado hasta allí. Y aquello resultó ser una
interpelación esencial.
Nuestras
respuestas eran una mezcla de trivialidades y los anhelos de toda una
existencia. Estábamos pidiéndole permisos para ser nosotras. Y
sabíamos secretamente que ella era una de las pocas en este orbe que
podía darnos tal permiso. Antes de retirarse para traer el elixir
con el cual nos ungiría, nos dijo casi como si cualquier cosa: “No
soy un oráculo” y salió de la mano de su ancestral bastón
—alguna vez perteneciente a uno de los más grandes héroes de este
suelo—, un báculo ínfimo hecho de pura historia condensada en la
liviandad de una caña hueca, para que toda su pasión y el universo
mismo cupiesen en él.
Yo
pensé en lo oracular de aquella frase, en lo críptico de lo
evidente, y me sentí feliz: no habría palabras abstrusas, sólo
experiencias compartidas.
Tras
unos momentos de vacilación, los cuatro nos pusimos de pie. Las
instrucciones que ella nos había dado fueron claras y sencillas:
podíamos mirarlo todo pero no alterar el orden. Pensé que aquel
orden (quizás todo orden) no fuese otra cosa que un caos controlado
y, en este caso, el caldero desde donde bullían todos sus universos.
Así que cada uno de nosotros se dirigió a un punto cardinal
específico: maese Grendel fue al Sur, donde estaba el ojo gigante
que miraba el afuera y a las orbes interiores al mismo tiempo; maese
Láurea, al Oeste, frente al altar mismo donde nacían las historias
y donde yacían, como si tal cosa, los pendones, medallas y trofeos
conquistados en innumerables victorias; maese Wilhelm se dirigió al
Este, donde la mesa cobijaba el sacrificio y donde aquellos temas que
quemaban con sólo acercárseles se alzaban en blancos anaqueles; y
yo me decidí por el Norte, donde pude ver libros y libros y más
libros y, entre ellos, las mismas palabras con las que yo me había
iniciado en mi juventud: ritos de pasaje panshineos, desiertos
arrakenos, intersecciones delanyanas... ¡Así que su alma y la mía
habían bebido de las mismas aguas! Quedé maravillada por lo que
aquello implicaba: en la CF todos arrancábamos por el mismo camino.
Se
sabe que todo genio es tal porque se encuentra en equilibrio y la
genialidad de la angelical vino subrayada por la bonhomía del
arquitecto, un caballero armonioso y bondadoso por demás que trajo
las libaciones. Y entonces empezó el rito: el brebaje oscuro, las
preguntas, las historias relatadas que lo decían todo.
Hubo
consejos para las futuras caballeras: tener una voluntad propia, una
que jamás claudique ante los vaivenes del viento de las opiniones.
Saber bien dónde está una parada en el mundo porque eso se
transparenta en lo escrito, y jamás pretender ser aséptico, porque
no se puede escribir un cuento —un buen cuento, un cuento que no
nos traicione—, sin ideología. Saber desprenderse de lo que a uno
no lo satisface, incluso lo que costó esfuerzo escribir. Desarrollar
nuestras historias hasta ser capaces de oír a los homúnculos que
nacen de nuestra pluma —incluso nos mostró, allí mismo, de modo
ejemplar, cómo dominar uno que le pertenecía, uno llamado
Trafalgar—. También nos dijo cómo bregar hasta el momento en que
uno puede llegar a escuchar a esos homúnculos, pero sin dejar de
disciplinarlos (incluso yo recibí su permiso para invocar su nombre
si tal tarea se me volvía dificultosa). Nos habló de no dejar que
la miopía de los que no ven más allá de sus propias narices
sentencien que hay temas que han sido superados. Y, sobre todo, nos
instó a ser libres para crear. “Yo sé cuando tengo éxito —nos
dijo magistralmente—, tengo éxito cuando los pelotudos me miran
con cara de «esta mina
está loca»”. Y todo
eso nos lo dijo como si fuésemos pares, no sólo como aquellas
iniciadas con las que compartía el mismo libro, sino como verdaderas
colegas de armas. Láurea y yo oscilábamos entre el llanto y la
risa, y ella simplemente nos acariciaba con su inteligencia y su
constante sonrisa.
Recordé
la música de la que hablaba el frontispicio de Keats pegado en la
puerta de esta ermita-taller-matraz de alquimista y supe que era el
canto de los pájaros y las constantes risas que condimentaron toda
la velada.
Nos
encomendó que escribiéramos desde nosotras, desde lo que somos y
más allá de lo que somos. Que dejemos que el camino relate la meta:
que nos concentremos en la peripecia, la aventura, para que las idea
se transparente sola, y no al revés. Que respetemos las palabras
porque tienen poder, pero que no claudiquemos en expresarlas a
nuestro antojo. Que construyamos un mapa, pero que sepamos salirnos
de él cuando la historia lo exige. Que evoquemos lo femenino, que
continuemos esta gesta más y más en ese sentido de alucinación, de
mujer, de creadoras, de CF (un sitio, nos dijo —y aquí sí que fue
heraclíteamente oscura— del que jamás se retorna: “La ciencia
ficción te deja una marca muy grave, muy seria, muy honda. Una vez
que uno anduvo por el género difícil que te puedas escapar del
todo”. Para mis oídos aquellas palabras fueron más que
auspiciosas significaban que una vez puesto el pie en esa senda,
nunca más se puede retroceder... Y ésa es, precisamente, mi meta).
Por
un momento su mirada se concentró en sí misma o tal vez en detalles
que sólo ella podía advertir del mundo, cosas que únicamente el
ojo de una Gran Maestra podían ver y, con un tono simple y tan hondo
que nos arrancó lágrimas, suspiró: “Qué se yo... es lindo
escribir”. ¡Por la diosa de la CF, ése momento fue tan
mágico! A maese Láurea se le humedecieron los ojos y yo... mientras
retorcía un pequeño trozo de papel entre los dedos por undécima
vez... yo quedé atragantada de tantas perspectivas al punto de
sentir que mi armadura se volvía tan liviana como una pluma,
ingrávida.
La
Gran Maestra, esa dama de cabello de fuego, nos dijo tantas cosas
(cosas íntimas, cosas inmensas, cosas cotidianas) que sólo el
volver a esos parajes de la memoria podrá hacer que las revivamos o,
tal vez, que las reescribamos. Incluso nos habló de su propia
vocación definitiva, su motor en el arte: Lo Inexplicable. Sólo sé
que hubo un momento, entre anécdotas compartidas y la humildad de
quién podía incluso admirarse de nuestros pequeños logros, en el
que, idealmente, ella se puso de pie y nosotras dos,
idealmente, hincamos rodilla en
tierra. En ese momento, en ese sitio que es un nudo de todo sitio
posible, la quintaesencia del rincón de vida que todos ansiamos —la
de quien escribe porque no podría jamás dejar de hacerlo—,
con nuestros fieles escuderos dándonos coraje... ella alzó su
espada, apoyó primero el filo sobre el hombro derecho de la razón,
luego sobre el hombro izquierdo del corazón y, finalmente, sobre
nuestras testas llena de nubes, y pronunció la fórmula con la que
nos armó caballeras: “Sigamos escribiendo”.
(¿Sabría
la Cristalina que esto sucedería y por eso nos envió allí?)
Aquello
era una bendición y también una encomienda, un comando, un
llamado... Las que entramos como aprendices salíamos como
caballeras, aún tímidas, pero con el pecho henchido de la fuerza,
la bondad y las demás virtudes que ella nos había insuflado: la fe
y el poder de batallarlo todo sin temer a nada salvo a no hacer lo
que deseemos, el valor de la transgresión, la disciplina de lo inevitable de la escritura que es “como un vicio”
porque: “No podés, ¿cómo vas a dejar de escribir? No se
puede”.
Cuando
el tiempo fue el que debía ser (y todos pudimos sentirlo como una
brisa suave de placidez) recogí unas ramas de sus laureles para
poder tener un hito, una llama que nos guiase en nuestras futuras
aventuras tal como la rama dorada había guiado a Eneas. Recién al
volver al cruzar el umbral y regresar al campo de la batalla
cotidiana, dejando al otro lado de la valla verde ese sitio feérico
e hiperreal, comprendí lo que había sucedido y deseé haber
preguntado mil cosas más. Ella nos saludó como quien se despide de
alguien a quien volverá a ver pronto, y nosotros caminamos
obnubilados, livianas y flotantes, intentando dar cuenta de aquel
misterio que habíamos vivido. Por sobre nuestras cabezas, como un
signo de los signos, el arco de siete colores había empezado a
envolver el cielo: el dragón al fin nos sonreía. Entonces, cuando
el camino se bifurcó y tuvimos que detenernos, dimos un grito
salvaje de triunfo y nos abrazamos para llorar de felicidad.
Dos,
cuatro, cuatro-dos personas habíamos entrado allí y habíamos
salido transformados. Ahora era tiempo de contarle a nuestras
hermanas del Mundo Antiguo cuáles eran esos consejos que la Gran
Maestra nos había transmitido en germen, y que llevábamos en
nosotras, gestándose casi inconscientemente. El mensaje de que algo,
algo impreciso y profundo, había cambiado de pronto para todas las
alucinadas integrantes de la mesa redonda sin centro ni
circunferencia, y que eso era como una semilla que al fin había
eclosionado y para la cual, felizmente, ya no hay modo de volver
atrás...
Rosarium
de la Sagrada Fe, a orillas de Dragón Paranaensis, en el País de
Ag. Al otro lado del Atlante (o a éste). Siendo el día perfecto,
del último mes, del año mágico, terrible y santo de la publicación
de Alucinadas.
Hola, ¡maravilloso! y felicitaciones :)
ResponderBorrarY ese mismo día, del otro lado del Poderoso Atlante, se estaba presentando "Alucinadas" en el MirCon2014.
ResponderBorrarAquí está (gracias, Elías Combarro), la presentación de "Alucinadas en España", otra gigantesca alegría de escribir:
http://sentidodelamaravilla.blogspot.com.ar/2015/01/video-de-la-mircon-2014-presentacion-de.html