Hace muy pocos días cumplí años y quería hacerles un regalo a todos los que "me siguen" (o, mejor, dicho: asombrosamente les gusta lo que hago, y encima me apoyan).
Tanta gente fue TAN GENEROSA conmigo, y de tantas maneras diferentes, que me movieron el piso. Me di cuenta de lo que quiero y a quienes quiero. Amigos de años, amigos recientes... ¡Y también pude ver cuanta gente hay allí afuera leyéndome!
De modo que, como había escrito este pequeño cuento hace unos meses (basándome en dos imágenes fabulosas) como un ensayo efectuado dentro de nuestro taller de escritura de CF ("Los clanes de la Luna Dickeana"), trabajando sobre la posibilidad de realizar una antología NEW WEIRD; hoy decidí compartirlo con todos ustedes, como mi más auténtica y humilde forma de agradecimiento: la que mejor sé hacer... una historia.
Ojalá les guste.
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EL MONSTRUO DE LA PARED
Teresa P. Mira de Echeverría
El viento
arrastraba las pocas hojas sueltas que quedaban del pasado otoño, junto con una
enorme cantidad de papeles y basura. Los deshechos jugaban entre sí, retándose
a una carrera como niños harapientos pertenecientes a alguna especie
desconocida. Incluso en el rumor que provocaban sobre el pavimento de las
avenidas y en la grava suelta de los callejones, había un lenguaje simple y
maravilloso.
Faith47 (Street Art... en Túnez) |
Algunos
pájaros trinaban en sus jaulas, muy arriba. Retazos de naturaleza fuera de
temporada. Sonidos que se asomaban a las ventanas de los patios internos, lejos
de los estecos hambrientos que reptaban entre las alcantarillas y alzaban sus
ojos anaranjados hacia aquel manjar prohibido que cantaba su eterna imposibilidad.
Cuando la
muchacha terminó el grafiti, metió apresuradamente las latas de pintura en
aerosol en la gastada mochila: blanco, negro, gris, siena... no más que eso.
Luego apoyó la palma de la mano izquierda sobre la pintura fresca, como una
firma, una mancha en la grupa del pegaso-unicornio: la marca de pertenencia.
El caballo
galopaba con la cabeza baja. Las alas inmaculadamente blancas extendidas por
entre los ventanucos de un edificio múltiple. El cuerno hacia adelante,
desafiando a los transeúntes, teñido con el pigmento azafranado que tiznaba la
pared de adobe: los negros y grises del aerosol que habían licuado el fondo, que
ahora caía como una gota de oro rojizo a lo largo del estilete córneo, para luego
deslizarse, pared abajo, como si el animal fabuloso hubiera hendido y
lastimando el tejido viviente de la realidad mientras trataba de salir a ella.
La muchacha le
echó un último vistazo sobre el hombro antes de abandonar el pasaje. Pronto
alguien lo mancharía, orinaría o escribiría sobre él, o simplemente lo
blanquearían a la cal. Pero para ella había valido la pena darle vida. Le guiñó
un ojo y con una sonrisa auténtica pero cansada, dio vuelta la esquina. De
golpe, como si esas ideas no fueran suyas, como si alguien se las inspirase… o
inoculase, ya había en su mente otra criatura por nacer y otra pared
esperándola.
El tordillo
blanco y gris, de crines negras, alas blancas y cuerno de ónix, pareció temblar
al verla irse, o tal vez era a causa del frío de la tarde. La gota rojo-azafrán
caía más y más desde la parte media del cuerno, y ya casi estaba tocando el
piso.
David
apareció por el otro extremo del callejón y dio unos pasos hacia él. Hacía
meses que seguía a la muchacha (Esperanza, tal como se había rebautizado a sí
misma), deteniéndose a revisar todas y cada una de sus obras. Sabía que la
chica pronto lo conseguiría, pero nunca había creído que fuese a suceder tan
pronto.
David Palumbo (Equoid) |
El hombre de
impecable gabardina de lana negra y botas cortas de charol, se acercó al
grafiti. Apoyó su mano sobre la huella que había estampado Esperanza, y envolvió
su contorno con el suyo. Y el suyo quemaba. El caballo corcoveó tan débilmente
que podría haberse dicho que aquello no era más que una ilusión óptica
provocada por la fluctuante luz amarillenta de los faroles al encenderse.
Pero las
hojas y la basura hacía rato que habían huido de allí, y los pájaros estaban mudos
en las alturas.
Cuando el
unicornio al fin rasgó del todo la trama de la realidad, la cosa que emergió
era oscura y viscosa, de ojos luminosos y crines como barbas semovientes negro-amarronadas.
Las alas parecían un racimo de tentáculos que pronto rodearon a David, mientras
el ejemplar daba vueltas a su alrededor, lejos de la prisión/cuna de la pared.
Los ojos, de un amarillo casi blanco, eran
pequeñas y vacías luces de locomotora. David le sonrió y le susurró en las carcomidas
orejas, a medio camino entre un constructo mecánico y una aberración biológica:
“Tranquilo, muchacho; tú y yo siempre hemos sabido que todo depende del punto
de vista, ¿no es así?”
Teresa P. Mira de Echeverría
################## ¡GRACIAS, AMIGOS! ##################